Clemente


Y ahí estaba ella, en esas andaba ella; muy metida en lo suyo. Apenas y era capaz de percibir su rededor y todas aquellas nimiedades que pasaban (fugazmente) en él. Eran casi las doce, su té a medio terminar y en menos de veinte minutos tenía que estar en otro lugar ¿Qué lugar? En ese momento aquel lugar era lo de menos. Lo que tomaba real importancia era aquello… el momento que transcurría, no dejaba pasar ni el más pequeño instante y detalle sin fijarlo en ella. Aun así, le encantaba que transcurriera, que se deslizara por sobre sus dedos para ya nunca volver; le gustaba que pasara. Después de esos eternos diecinueve minutos (así lo fueron para ella), después de ese transcurrir, tan inmersa en ella y su vago pensar, adquirió de pronto la suficiente voluntad para levantarse, pagar el té ‒que nunca pudo terminarse‒ y salir caminando apaciblemente de aquel café tan cercano a su casa. Se enfiló (¿tomó rumbo?) hacia aquel lugar, al que hace unos momentos, no recordaba y hasta podía desconocer, ya con unos ánimos renovados y pensando en la lectura que hacía poco más de una semana le había dejado algún maestro de la facultad, y que por cierto traía el ya muy gastado ejemplar sujetado débilmente por uno de sus brazos. En fin, ahí iba ella…

Ella (cómo me gusta hacer sonar esa palabra, justo esa palabra. Aunque no tanto como ella en sí. En sí. Eso que la hace ser tan intensa mujer. Justo ella) ahí, inmutada y fija y tan (b)ella. Paseándose plácidamente entre pensamientos y recuerdos suyos ‒siempre se le ha complicado eso de las pertenencias, esa necia enseñanza de creerse e ilusionarse con la existencia de lo nuestro, lo meramente nuestro. Como si cualquier persona u organismo se dejara poseer así, así nomas‒, una práctica a la que recurría sin darse plena conciencia de efectuarla, digamos que esa era su inercia, su vicio, su darse por las puras.

Ella, tarde como era su costumbre al llegar a clases. “Su redacción es terrible” ‒ ¿horrible?, no recuerdo que palabra utilizó la insulsa esa‒ así se fue introduciendo de a poco en la clase. ¿Terrible? Orrible su hincapacidad de no ver más allá de la academia. Ceguera intelectual. Lo peor es que ni cuenta se ha dado de esa ausencia de lucidez visual, incluso cree ir por buen camino. Te lo juro, pretende saber mucho sobre lo humano (humanista a fin de cuentas), ese ser social, uno alejado y pretérito y ajeno. Porque acercarse a la persona común de hoy sería rebajarse mucho. Abaratar su tan amada Ciencia. Pobrecita.

Enorme poder persuasivo… De no ser eso, no entendería la influencia a la que se veía sometida.

Esa noche ‒como era ya costumbre‒ había reunión de camaradas, amigos, cuates, valedores; en fin, una bola de borrachos, amistosos eso sí, para resumir. Para aquella ocasión se le había ocurrido llegar con un ligero retraso y, como era de esperarse, a su llegada se veía retrasada en el grado de alcohol en la sangre, lo que la hacía sentir fuera de lugar y dejándola sin entender una madre de lo que se hablaba. No era sólo por el hecho de los ya sabidos balbuceos y tartamudeos, atropellos a las palabras, que suelen cometerse bajo el agradable (en ocasiones) efecto etílico. Esa no pertenencia a aquel grupo también era causada por los diversos temas que se trataban en la conversación. Temas tan variados y tan cambiantes que cuando sentía entender algo, ese tópico ya había sido dejado atrás; se charlaba de algo completamente diferente… La única solución que encontró o se vio obligada a tomar, fue la de beber copiosamente, como si en ello se le fuera la vida. Una gran cantidad de esa altanera bebida, y lo que lo potenció aún más, en un lapso de tiempo bastante corto, fue ingerida y así se deslizaba primero por su lengua, pasando por la garganta, hasta llegar finalmente al hígado ‒ ¡Pobre hígado! ‒. Fue como en poco tiempo y a marchas forzadas, se encontró en el mismo estado de aquellos camaradas. Las palabras y la conversación salían fácilmente de aquella su boca, tan fluida como si hubiera pasado días preparando su discurso. Y así transcurrió la noche, entre el aire viciado por el humo del tabaco y un dejo de yesca casera (cosecha 2013, me parece). Vagos recuerdos de un cuestionamiento personal sobre gustos literarios.

 -Y tú ¿Qué lees?

 -Cortázar ‒se le ocurrió en primer instante, para proseguir diciendo‒ Me mama un chingo Hesse, Herman Hesse ‒dijo pedantemente ella.

 -Demian ¿No? ‒contestó algo dubitativo.

 -Tsss Demian…‒algo perpleja, no pensó que aquel ser supiera algo de esos temas. Pero tuvo que replicar‒ El Lobo Estepario (Der Steppenwolf, se dijo ella misma)

Entonces escuché (¿Leí?) o me contó alguien, tal vez fue el mismo José:

Borrachos predicando un idealismo absurdo, infecto tugurio, mendigos de una sociedad ya muy podrida.

Foto de Jorge José Lucio.
Foto de Jorge José Lucio.
Diego Sebastián Jaime