El teatro y su lastre


Toda embarcación titánica que se respete emplea un lastre, un depósito gigante en el fondo más bajo del casco de los barcos, que almacena las aguas del entorno de cada buque con el fin de equilibrar el peso de los mismos e impedir, así, la catástrofe más grande que puede sucederle a un navío. Luego, el populum adoptó el término “lastre” para referir fatiga y molestia ante personas u hechos que impidieran que las cosas se dieran bajo los contentos habituales, de modo que ya los usos de esta palabra sonimprecisos entre sectores no especializados e individuos estresados que le reclaman a la vida ser un obstáculo, desde sus albores, tragedias y hasta que se repita la cosa. Incluido — ¡como por qué no iba a formar parte de!— está el teatro. El mexicano, para ser específico, que es un lastre de proa a popa y de arriba a abajo. “¿Para quién o por qué?”, se preguntarán los alborotadores.

La respuesta a esta pregunta ha tocado ya muchos fondosen territorio mexicano. Bajo la misma metáfora puede entenderse que, suponiendo que un barco se hundiese, el que pregunta a quién afecta o por qué lo hace atiende únicamente a los hechos visibles del siniestro, cuando la falla técnica —que no puede explicarse de otra forma, a menos que se trate de una batalla naval o un fenómeno natural impredecible— es el sistema mismo del soporte del cuerpo sumergido: su lastre.

¿El teatro tiene un lastre? ¿Cuál? Aquí la suerte empieza a acumularse en contra. Puede cuestionarse a un montón de artistas escénicos mexicanos y todos ellos dirán respuestas diferentes (aunque acepto la agrupación y constancia de algunas ideas), lo que dificulta la unicidad del pensamiento en cuanto a “¿qué es aquello que permite que el teatro no se hunda?”[1]. Un porcentaje significativo de marinos o ingenieros navales sabrán responder que lo que impide que eso pase es el lastre. Nadie, por ejemplo, desvariará respondiendo que el timón tiene ese cometido.

La respuesta más lógica, me parece, debe responder a la actualidad del contexto donde se cuestione esto. Vivimos en un país que basa su desarrollo en un tipo de sistema económico básico (se gana dinero, se gasta, incrementa el valor de lo consumido, ad infinitum)cuyas consecuencias para los que intenten salir del círculo son graves: desamparo, desahucio, enfermedades y hasta muerte por alguna de las anteriores. El dinero, pues, nuestro máximo objeto, el que contiene el verdadero poder y fomenta la grandeza en este sistema, es nuestro lastre. Y de ahí, olvidando a los radicales y confrontando la realidad, se multiplican las posibilidades que cada objetivo o interés particular sostengan. ¿Por qué una muy pequeña parte de la comunidad teatral —para no ser tan fatalistas y decir que nadie lo piensa— responde que nuestro lastre también es el dinero? ¿Qué no con dinero es que se producen las obras, se paga a los artistas, se consigue lo necesario para crear, desarrollar, promover y mantener una obra de teatro? Esto aclara que la perspectiva de la economía cultural (teatral) del país ha sido mareada de más por los faros que intentan orientarla y que los representantes a bordo oscilan indecisos por un extenso mar sin señas que lleve a tierra firme.

¿Qué relación tiene el dinero con el teatro?

Actualmente existen dos oportunidades para los creadores escénicos, ya sea que se presenten como grupos y/o compañías o de forma independiente. Pueden los artistas:

  1. Participar en las diferentes convocatorias que el Gobierno (a través de sus respectivas subdivisiones) publica con el objetivo de repartir los recursos estipulados anualmente para la cultura —entiéndase becas, premios por obra artística o financiamiento de proyectos integrales o estímulos para creadores en general— o… ¡Redobles, por favor!
  2. Producir mediante sus propios recursos el proyecto que pretendan.

En esta última opción las alternativas usuales sonlos recursos familiares, los préstamos, las tandas, las horrorosas fiestas de recaudación, las campañas virtuales de crowdfunding o el “boteo” de otras obras/espectáculos/performances ya realizados previamente de los que los artistas se valen para generar recursos que permitan sufragar otros nuevos (¡de verdad, esto último sucede muchas de las veces que se intenta producir una obra nueva!). El conflicto con todos estos ejemplos es que son sistemas de recolecta monetaria que tan sólo buscan equilibrar las relaciones costo-realización de los proyectos. En otras palabras, tan sólo sirven para generar el capital necesario para llevar a cabo un proyecto. No más. Paradójicamente, lo mismo ocurre con los recursos de la primera posibilidad, la de los recursos federales. Ambos sistemas de financiamiento se concentran o en pagar el valor de una obra artística o en solventar todos los gastos que implica crearla. Ninguno de los casos, pues, acepta la posibilidad de continuidad económica del hecho teatral, quizá incluso sin darse cuenta. Algunos de los estímulos en existencia, en contra de lo que digo, incluyen el montaje de las obras (tratándose de Premios de Dramaturgia) o la publicación de la obra o la reproducción del montaje en diferentes teatros y temporadas del País. Esto es un hecho que sin duda fomenta el objetivo planteado, pero su alcance es bastante precoz una vez que se estudia a largo plazo.

Este tipo de fomento, ¿a qué tipo de concepción del hecho teatral responde? Según lo que ocurre en estos impulsos creativos, las obras —realizadas o por crearse— no son un producto comercializable: alcanzan apenas la categoría de beneficio social no lucrativo, pues la continuidad que ofrecen demuestra que cada hecho teatral no puede ser comparado con un proyecto de inversión que ofrezca ganancias significativas a corto, mediano o largo plazo, que posibiliten a su vez la creación autogestiva de otras, tratándose de creadores independientes en conjunto con otros o de compañías formadas. En resumen: la educación económica del teatro se ha visto trastocada por ese tipo de diligencias; basta preguntarse el tiempo que lleva sin crearse otra forma —sólida, económicamente hablando— de generar recursos para el teatro. La novedad de los creadores, en ese sentido, ha sido asfixiada por la ocluida visión monetaria que se tiene del medio, particularmente en el mal entendido sector “cultural”, en comparación con el teatro “comercial”, que tiene como principal diferencia la perspectiva desde la que usa el dinero, más allá del tipo de contenido que divulga, que es harina de otro costal.

De modo que los artistas no tienen de otra más que esperar que los consagren los grandes, que los seleccionen para llevar a cabo un proyecto y “despreocuparse” de los gastos personales que esto implica, o escoger qué tipo de deuda personal es menos agresiva para sus afanes creativos, siempre latentes. La cola de problemas que esto acarrea es interminable: se originan compadrazgos, se multiplica el nepotismo, se alzan los egos, se acaparan las oportunidades por unos pocos y se centraliza el tipo de fenómenos teatrales posibles, dado que sólo una población (la que puede hacer teatro: ¡los que quieren hacerlo que esperen sentados!) tiene vida, respira sobre las tablas. Todo, porque el valor que se le ha dado al dinero en el teatro provocó un pensamiento popular individualista y carnívoro entre los creativos de esta área. ¿Cómo le viene esto a un tipo de arte que es imposible realizar sin compañía? Sin duda, habrá un futuro para el teatro en México. Además de todo lo que se ha dicho también es un animal resistente y volátil que ha aprendido a combatir toda clase de vituperios. Las condiciones en que se realiza, sin embargo, podrían modificarse.

Pienso que el teatro ha llenado su lastre de aguas poco convenientes y que también los encargados de esta misión, que son todos los que se suben al barco, no han reparado en qué conflictos se tienen que atender cuando se habla de las crisis escénicas. Estoy convencido de que muchos de esos temas tienen un origen económico, que si hubiera un planteamiento más firme en cuanto a qué es el dinero para el teatro, cómo se utiliza, cómo se consigue y cómo se juega con él, las resoluciones a las problemáticas presentes hoy día se reducirían. ¿Qué artista negaría haberse dicho alguna vez que las cosas serían distintas con dinero? Es preocupante hasta dónde se ha tenido que llegar para que el teatro siga viviendo. Pienso que bastaría con re-direccionar los valores económicos en que se desarrolla el arte escénico para popularizar que su lugar en la vida cotidiana es otro, respecto del que se le ha dado. Invito a los creadores escénicos mexicanos a diseñar estrategias económicas que den nuevo aliento a las tablas que sostienen nuestro trabajo: bajo cada teatro está nuestro lastre y el agua que nos ha equilibrado se estancó. Se puede cambiar, por cierto, que es la ventaja.

Referencias

[1] El ejemplo citado es empírico, basado en mi experiencia personal. Lo digo no para enaltecer mi curiosidad, sino para invitar al lector a que realice la prueba por sí mismo.

Mansell Boyd